"Y NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACION"

En esta petición le pedimos a Dios el don de la perseverancia, pues el perseverar en el bien es un don de Dios como definió el Concilio de Trento. Y se la pedimos porque como dice San Agustín: "Hay gracias que Dios las concede sin que se las pidamos,como la fe, y hay otras que sólo las concede a quién se las pide, como la perseverancia".

Muchos cristianos se quejan y hasta se desesperan de no poder mantenerse en gracia, pero ¿cuántos se acuerdan de pedirle a Dios el don de la perseverancia?, posiblemente ninguno porque por maravilla se encontrará un cristiano que sepa que la perseverancia en el bien es un don de Dios.

Creemos que todo es cuestión de esfuerzo personal, cuestión de fuerza de voluntad, cuestión de carácter, pero rara vez se nos ocurre pensar que sea cuestión de gracia de Dios.

Esto explica que tantos cristianos abandonen la religión al llegar a la edad de las tentaciones, pues como no saben que la perseverancia en el bien es un don de Dios, no lo piden, y como no lo piden, no lo reciben. Así sucede que cuando un cristiano se arrepiente de sus pecados y hace una buena confesión, fácilmente cae en la misma tentación que San Pedro cuando dijo: "Aunque todos te abandonen, yo no te abandonaré" (Mt. 26,33), y a pesar de que Cristo le profetizó que lo iba a negar tres veces, él estaba tan seguro de su perseverancia que antes creía que Cristo se equivocaba a que él lo negara. Y es que San Pedro tampoco sabía que la perseverancia es un don de Dios, por eso estaba tan seguro de sí mismo, pero Cristo se encargó de enseñárselo con una amarga experiencia, para que aprendiera a no poner la confianza en sí mismo sino en Dios. De este modo se cumplió lo que dice la Escritura: "Maldito el hombre que confía en otro hombre y en la carne pone su fuerza; bendito el hombre que confía en el Señor" (Jerm. 17,5). San Pedro estaba muy seguro de sí mismo y por eso no tardó en caer en la tentación, porque "todo el que se ensalza será humillado". Después de esta experiencia perdió toda la confianza que tenía en sí mismo y la puso en Dios, por eso pudo perseverar en el bien, porque "el que se humilla será ensalzado" (Lc. 18,14). Por tanto: "Con temor y temor trabajemos en nuestra salvación, pues Dios es quien obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito" (Filip. 2,12).

No sólo le pedimos aquí a Dios la perseverancia en la gracia, sino en todas las virtudes y buenas obras,pues "El que es infiel en lo poco lo es también en lo mucho" (Lc. 16,10) Por eso quiero llamar la atención sobre dos tentaciones tan peligrosas como frecuentes en la vida espiritual, que suelen ser la causa de su ruina. Una es la de no darle importancia a los pecados veniales, la otra el abandono de la oración. Es verdad que los pecados veniales no nos quitan la gracia, pero nos quitan el fervor y nos hunden en la tibieza. No nos matan la vida espiritual, pero nos debilitan tanto, que todos los actos de piedad resultan pesados e insoportables, hasta el punto de que acabamos abandonándolos.

Como dice Santa Teresa, "Un sólo pecado venial hace más daño que todos los demonios del infierno". Efectivamente los demonios no pueden hacernos daño, si nosotros nos queremos, en cambio los pecados veniales voluntarios y deliberados nos hunden en la tibieza, nos impiden recibir de Dios auxilios especiales y gracias extraordinarias y hasta pueden ser la causa de que Dios nos niegue el don de la perseverancia como dice en el Apocalipsis: "Ojalá fueras frío o caliente, mas porque eres tibio, ni frío ni caliente, comenzaré a vomitarte de mi boca" (Apoc. 3,15-16).

La otra tentación, que es el abandono de la oración, puede que tenga como causa los pecados veniales, que quitan por completo el fervor y el gusto pos las cosas de Dios. El pecado venial voluntario y deliberado nos impide la intimidad con Dios, ya que es imposible ser amigo de una persona a la que continuamente estamos hiriendo en lo más íntimo con nuestra conducta, y eso a sabiendas de que le hiere.

Dice San Agustín que los pecados veniales voluntarios y habituales vuelven al alma leprosa ante Dios, de modo que tiene que alejarla de sus abrazos. Pero también es verdad que el abandono de la oración puede ser causa de caer en el pecado, pues el mismo Jesús nos dijo: "Vigilad y orad para no caer en la tentación" (Mt. 26,41). No cabe duda, por tanto, de que la oración es el mejor medio y el arma más eficaz para combatir el pecado. Un cristiano sin oración es como un soldado sin armas.

Además, a medida que abandonamos la oración, nos vamos hundiendo progresivamente en la tibieza, le vamos dando cada vez menos importancia a los pecados veniales y nos vamos deslizando insensiblemente hacia el pecado mortal. Santa Teresa, que tuvo ocasión de experimentar esto, cuenta en su vida que a medida que abandonaba la oración, se iba volviendo cada vez peor.

Por último quiero subrayar, que para evitar caer en la tentación, es necesario rechazarla cuanto antes acudiendo inmediatamente a la oración. San Alfonso cuenta que un ermitaño tuvo una revelación en la que vio a dos demonios conversando. Uno de ellos presumía de que siempre le hacía caer a un fraile porque se ponía a discutir con la tentación, a lo que respondió el otro demonio: "Pues yo tengo otro que nunca consigo hacerle caer, porque inmediatamente acude a la oración y siempre me vence".