"SANTIFICADO SEA TU NOMBRE"
Después de considerar el gran amor que nos ha mostrado Dios al hacernos hijos suyos no podemos por menos que "entonar la acción de gracias al Señor" pues ésta es la mejor forma de santificar su nombre, como El mismo dice por David: "El que me ofrece la acción de gracias ese me honra" (Sal. 50,23).
Dar gracias a Dios equivale a alabarle: "Por eso, Señor, nosotros te damos gracias alabando tu nombre glorioso" (I Crón. 29,13). De modo que alabamos a Dios cuando le damos gracias, y le damos gracias cuando le alabamos. Esta petición viene a ser la síntesis de lo que dice el salmista: "que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de sus hazañas" (sal. 145,10). En efecto, el fin de toda la creación es la gloria de Dios, ya que toda ella es un canto de alabanza a Dios. Por eso el fin de nuestras acciones debe ser únicamente la gloria de Dios, de modo que "ya comáis, ya bebáis, ya hagáis algo, hacedlo todo para gloria de Dios" (I Cor. 10,31).
En esto consiste la pureza de intención que debe presidir todas nuestras obras, pero que desgraciadamente brilla por su ausencia, porque por maravilla haremos una obra, que esté libre del lunar del interés: "todos buscan sus intereses no los de Jesucristo, como decía San Pablo, y de aquí que nuestras obras apenas tengan valor, porque ya hemos recibido nuestra paga al conseguir nuestro propósito. De este modo, cuando nos presentemos ante el tribunal de Jesucristo diciendo: "Señor, no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos los demonios y en tu nombre hicimos milagros?". El responderá: "Os aseguro que no os conozco, apartaros de mí los obradores de iniquidad (Mt. 7,22-23). No podemos imaginar los bienes que perdemos, por no tener pureza de intención en nuestras obras; porque aunque busquemos algunas veces la gloria de Dios, no es eso lo único que buscamos, sino más bien el éxito de nuestro trabajo, y por eso, cuando no lo conseguimos, nos sentimos indignados y abatidos, lo cual no ocurriría, si sólo deseáramos que "en vida o en muerte Dios sea glorificado en nosotros". "Porque si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De modo que tanto si vivimos como si morimos, del Señor somos" (Rom. 14,8).
La pureza de intención hace que toda nuestra vida sea un continuo acto de amor a Dios, de modo que podamos decir con San Juan de la Cruz:
"Ya no tengo ganado
ni ya tengo otro oficio
que ya solo en amar
es mi ejercicio" (Cántico Espiritual)
Efectivamente, la pureza de intención convierte las obras más triviales en actos de alabanza y amor, de modo, que aunque tengamos ocupaciones, al hacerlas únicamente por amor a Dios, quedan convertidas en actos de amor. Este amor puro le da un valor extraordinario a nuestra obras, por pequeñas que sean pues más le agrada a Dios la más pequeña obra hecha por puro amor a El, que grandes obras sin este amor, ya que el valor de nuestras obras depende del amor a Dios con que las hacemos.
Generalmente cuando nuestras obras no nacen del amor a Dios, nacen del egoísmo o de la vanidad, como dice San Agustín: "Cuanto más hinchado estoy de vanidad, más vacío estoy de caridad". Pero esta caridad no es fruto de nuestro esfuerzo sino de la gracia. Es un don gratuito, que debemos pedir a Dios humildemente, reconociendo que no lo merecemos. Pero somos tan impotentes, que aún para ello necesitamos la ayuda de la gracia, ya que ni siquiera podemos invocar su nombre sin la inspiración del Espíritu Santo. Esto no debe servir para hundirnos en el pesimismo, sino para poner toda nuestra confianza en Dios, sabiendo que ni siquiera los buenos pensamientos y deseos que tenemos son nuestros, sino que proceden de la gracia de Dios; ésta verdad es uno de los mayores motivos que tenemos para alabar a Dios reconociendo que "Nadie es bueno sino solamente Dios" (Lc. 18,19) y que "nada tenemos que no hayamos recibido", como dice San Pablo. Por eso dice David:
"Grande es el Señor
merece toda alabanza".
Luego si El la merece toda, nosotros no merecemos ninguna.
Lo que le pedimos a Dios en esta petición es que toda nuestra vida sea para su mayor gloria, es decir, que obremos de tal modo "que viendo nuestras buenas obras los hombres, glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos" (Mt. 5,16).
Pedimos, en fin, que al final de nuestra vida podamos decirle al Padre como Cristo en la Ultima Cena: "Yo te he glorificado en la tierra, terminando la obra que me encomendaste hacer" (Jn.17,4).
"VENGA A NOSOTROS TU REINO"
En dos sentidos se puede entender esta petición: o en el sentido de que Dios reine sobre nosotros, o en el sentido de que nosotros reinemos con El, de modo que escuchemos estas palabras: "Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os está preparado desde la creación del mundo" (Mt.25,34)
En realidad los dos sentidos se completan, pues el reino de los cielos ha comenzado ya, pero todavía no ha alcanzado su perfección o plenitud. La alcanzará cuando, no solamente reine Dios sobre nosotros, sino, que también nosotros reinemos con El. En el primer sentido le pedimos a Dios que reine sobre todos nuestros sentidos y potencias para que los gobierne según su voluntad, y que este reinado suyo se extienda a todas las almas que todavía no le conocen o no quieren someterse a su gobierno. En el segundo sentido, le pedimos que nos dé cuanto antes la posesión de su reino, que consistirá precisamente en la vista y posesión de Dios por toda la eternidad.
Y no temamos que nos resulte el cielo aburrido por ser eterno, porque cuando se ama a una persona, toda la vida parece corta para estar con ella, y cuando se ama a Dios, la eternidad parece corta para estar con El.
Dice San Juan de la Cruz que si tuviéramos una remota idea de lo que es la belleza infinita de Dios, desearíamos sufrir mil muertes dolorosísimas, aunque sólo fuera por verlo un instante, y después de haberlo visto, desearíamos otras mil muertes sólo por volverlo a ver.
Después de considerar la felicidad que nos espera, no podemos por menos que decir con San Pablo: "Y también nosotros, que hemos recibido las primicias del espíritu, gemimos en nuestro interior, suspirando por la adopción, la redención de nuestro cuerpo" (Rom. 8,23). Según San Pablo, la esperanza es el yelmo de salvación, pues asi como el yelmo cubre la cabeza y sólo deja una rendija para ver, así la esperanza aparta nuestra vista de todo lo terreno, para ponerla sólo en el cielo, y nos hace desear "ser desatados de este cuerpo y estar con Cristo". Gracias a ella podemos "gloriarnos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia y la paciencia una virtud sólida, y la virtud sólida la esperanza" (Rom.5,3-4).