"PERDONA NUESTRAS OFENSAS COMO TAMBIEN NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN".

Conviene profundizar en el sentido de esta frase, porque existe el peligro de reducirla a una simple fórmula de cortesía, como cuando decimos "Vd. perdone".

Dios nos perdona cuando nos concede el arrepentimiento; por lo tanto, pedirle que nos perdone es pedirle la gracia del arrepentimiento, porque sin arrepentimiento no hay perdón. Y además ponemos esta petición en relación con la caridad "porque la caridad cubre la muchedumbre de los pecados" (I Ped. 4,8). En realidad el arrepentimiento es una de las propiedades de la caridad, aún más, es el primer efecto que la caridad produce en nuestra alma, pues mientras estamos en pecado no tenemos caridad hasta que nos arrepentimos. El ejemplo lo tenemos en la Magdalena a la que Jesús le concedió un arrepentimiento tan grande, que en un instante quedó purificada de todos sus pecados y con un grado de caridad extraordinario. Lo mismo podríamos decir de otros santos como San Pedro y San Agustín. Y es que el arrepentimiento, cuando es muy grande, no sólo nos hace aborrecer el pecado sino todos sus caminos y sendas. De modo que barre todas las imperfecciones del alma y en especial la soberbia que es la más difícil de eliminar. Produce además el desapego afectivo de todo lo creado, que es la condición indispensable para la unión con Dios. Nos libra de caer en el fariseismo, pues no sólo elimina la satisfacción de sí mismo, sino que produce un profundo aborrecimiento y desprecio de sí mismo, hasta el punto de que San Francisco de Asís decía: "Jamás ha visto Dios un hombre más pecador y miserable que yo". Nos llena además de entrañas de misericordia para con el prójimo, de modo que al ver sus defectos, en lugar de despreciarlo, sentimos sus defectos como una desgracia, que también nos afecta a nosotros, pues también nosotros nos sentimos pecadores y llenos de defectos. Por eso dice San Bernardo que el que no siente compasión de sí mismo no puede sentir compasión de los defectos del prójimo. El mayor enemigo de la caridad es la satisfacción de sí mismo que nos lleva a despreciar a los demás. De aquí que diga Santa Teresa: "No tendría por seguro, por favorecida que un alma esté de Dios que se olvide de que en otro tiempo se vio en miserable estado. El dolor de los pecados crece más cuanto más se recibe de nuestro Dios. Y tengo para mí que hasta que estemos a donde ninguna cosa pueda dar pena, que esta no se quitará. Para esta pena ningún alivio es pensar que tiene nuestro Señor ya perdonados los pecados y olvidados; antes añade a la pena ver tanta bondad; y que se hacen mercedes a quien no merecía sino el infierno". "Verdad es que algunas veces se siente más que otras y también es de diferente manera; porque no se acuerda de la pena, que ha de tener por ellos, sino de cómo fue tan ingrata a quien tanto debe y a quien tanto merece ser servido. Se espanta de cómo fue tan atrevida; llora su poco respeto, le parece una cosa tan desatinada su desatino, que no acaba de lastimarse jamás, cuando se acuerda por las cosas tan bajas que dejaba una tan gran majestad. Mucho más se acuerda de esto que de las mercedes que recibe. Esto de los pecados es como un cieno que siempre parece se aviva en la memoria" (Las Moradas sextas c. 7). Pero este arrepentimiento no sólo debe extenderse a los pecados pasados, sino también a los presentes, pues el canon 6 del Concilio de Cartago dice textualmente: "Igualmente plugo: lo que dice el Apóstol San Juan: "Si dijéramos que no tenemos pecados nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn. 1,8), quien quiera, pensare ha de entender en el sentido de que es menester decir por humildad que tenemos pecados, no porque realmente sea así, sea anatema. Porque el Apóstol sigue y dice: "Mas si confesamos nuestros pecados fiel es El y justo para perdonarnos lo pecados y limpiarnos de toda iniquidad" (1 Jn. 1,9). Donde con creces aparece que esto no se dice solo humildemente, sino también verazmente. Porque podía el Apóstol decir: <<Si dijéremos: "no tenemos pecado", a nosotros mismos nos exaltamos y la humildad no está en nosotros>>. Pero como dice: "Nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros", suficientemente manifiesta que quién dijere que no tiene pecado, no habla verdad, sino falsedad" (XVI Conc. de Cartago Can. 6).

San Agustín comentando este mismo texto de la epístola de San Juan dice que cometemos tantos pecados al cabo del día que aunque sean insignificantes, son tantos, que si no le pedimos perdón a Dios por ellos, acabarán aplastándonos como granos de arena, o haciendo naufragar nuestra barquilla como gotas de agua que acabarán llenándola y hundiéndola.

Pero por si alguno todavía no estuviera conforme con esta interpretación, veamos lo que dice el mismo Concilio de Cartago en el Canon 7: "Quién dijere que en la oración dominical los santos dicen: "perdónanos nuestras deudas" (Mt. 6,12), de modo que no lo dicen por sí mismos, pues no tienen necesidad de esta petición, sino por los otros, que son en su pueblo pecadores, y que por eso no dice cada uno de los santos: "perdóname mis deudas", sino: "perdónanos nuestras deudas", de modo que se entienda que el justo pide esto por los otros mas bien que por sí mismo, sea anatema. Porque santo y justo era el Apóstol Santiago cuando decía:" Porque en muchas cosas pecamos todos" (Sant. 3,2). Pues, ¿por qué motivo añadió "todos" sino porque esta sentencia conviniera también con el salmo, donde se lee: "No entres en juicio con tu siervo, porque no se justificará en tu presencia ningún viviente"? (Sal. 142,2). Y en la oración del sapientísimo Salomón: "No hay hombre que no haya pecado" (3 Reg. 8, 46). Y en el libro del Santo Job: "En la mano de todo hombre pone un sello a fin de que todo hombre conozca sus flaquezas" (Job. 37,7). De ahí que también Daniel, que era santo y justo, al decir en plural en su oración: "Hemos pecado, hemos cometido iniquidad" (Dan. 9,5 y 15) y lo demás que allí confiesa veraz y humildemente; para que nadie pensara, como algunos piensan, que ésto lo decía, no de sus pecados, sino más bien de los pecados de su pueblo, dijo después: "Como... orara y confesara mis pecados y los de mi pueblo" (Daniel 9,20) al Señor Dios mío; no quiso decir "nuestros pecados" sino que dijo los pecados de su pueblo y los suyos, pues previó, como profeta, a éstos que en el futuro tan mal lo iban a entender".

Can. 8.: "Igualmente plugo: Todo el que pretenda que las mismas palabras de la oración dominical: perdónanos nuestras deudas (Mt. 6,12), de tal manera se dicen por los Santos que se dice humildemente, pero no verdaderamente, sea anatema.

Porque ¿Quién puede sufrir que se ore, no a los hombres, sino a Dios mintiendo; que con los labios se diga que se quiere el perdón y con el corazón de afirme no haber deuda que deba perdonarse?"

Hasta aquí las definiciones del XVI Concilio de Cartago, en las que condena con la excomunión, al que crea que es posible vivir en esta vida tan santamente que no tengamos necesidad de decir todos los días: "Perdónanos nuestras deudas". Efectivamente son tantas las infidelidades que cometemos al cabo del día, bien sean pecados veniales o imperfecciones, que como una lluvia caen sobre nuestra alma apagando la llama de nuestra caridad. De tal modo que si no reavivamos este fuego mediante la compunción, quedará reducido a unas ascuas mortecinas incapaces de inflamarnos y de hacernos crecer en el amor a Dios. Y Dios quiere que sea esto sólo, porque en esta situación estamos en peligro de que el fuego se nos apague por completo mediante el pecado mortal. Se comprende ahora la necesidad de la confesión frecuente, ya que sin ella es imposible llevar una vida fervorosa. El que no es amigo de esta práctica de piedad, caerá necesariamente en la tibieza pues "cree que no tiene pecado" de lo contrario desearía confesarse con frecuencia y por ensalzarse será humillado, pues "Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes" (Sant. 4,6). Por eso dice San Pedro a los jóvenes :"humilláos bajo la mano poderosa de Dios para que El os ensalce a su tiempo" (I Ped. 5,6).

Lo que más le molesta a Dios no es que caigamos en tantas faltas pequeñas, pues esto es inevitable mientras estemos en esta vida, sino que no queramos reconocerlo e intentemos justificarnos en su presencia en lugar de decir como el publicano: "Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador" (Lc. 18,13).

Cuanto más si tenemos en cuenta que Trento definió, que nadie puede tener una certeza absoluta de estar en gracia a no ser por revelación especial de Dios.

Aún cuando tengamos nuestra conciencia tranquila debemos sentirnos pecadores y necesitados del perdón de Dios, diciendo como David: "Lávame más y más de mi maldad y de la culpa mía purifícame" (Sal. 51,4), o como decía San Pablo: "Nada me reprocha la conciencia, mas no por esto me considero justificado" (I Cor. 4,4).

La aversión que hay hoy día hacia la confesión frecuente es un pelagianismo solapado que, como polilla, está royendo la vida espiritual de la Iglesia y que tiene sus raíces en la soberbia que todos llevamos dentro y que hace que sintamos empacho de decir nuestros pecados. No le ocurría lo mismo a San Ignacio de Loyola que se confesaba todos los días.

Una de las causas que, a mi parecer, ha contribuido también al abandono de la confesión, ha sido el creer que lo único importante de la confesión es decir los pecados al confesor, sin olvidar ni silenciar ninguno, y en lugar de preocuparnos de conseguir un buen arrepentimiento, nos hemos preocupado solamente de hacer un meticuloso examen de conciencia, como si con esto estuviera ya todo hecho. Si queremos que la confesión no se convierta en una rutina, tenemos que convencernos que lo principal es el arrepentimiento, pues con él, si es contrición perfecta, podemos conseguir la gracia aún antes de la confesión; en cambio sin él de nada nos sirve la confesión, pues sería una confesión nula.

El arrepentimiento debemos fomentarlo no sólo cuando estamos en pecado mortal, sino también cuando estamos en gracia; esto es lo que se llama la compunción tan recomendada por la "Imitación de Cristo" y tan practicada por todos los santos a los que Dios les dio un gran arrepentimiento de sus pecados como San Pedro, del que se cuenta, que al final de su vida tenía en su rostro señalados los surcos de las lágrimas de tanto llorar. Es verdad que esta compunción es un carisma, que sólo podemos conseguir pidiéndoselo a Dios, pero precisamente por esto no debemos cansarnos nunca de desearlo y de pedirlo, y cuando lo hayamos conseguido debemos seguir pidiéndolo para que Dios nos lo siga dando y aumentando, pues como dice Santa Teresa: "El dolor de los pecados crece cuanto más se recibe de nuestro Dios. Y tengo para mí que hasta que estemos donde ninguna cosa puede dar pena, que ésta no se quitará".