'PADRE NUESTRO QUE ESTAS EN EL CIELO..."
Podría parecer que esta frase está bien para los momentos de tierna devoción, pero no para los momentos de sequedad o aridez espiritual. Pero esto sería no haber entendido bien el sentido de esta frase. Porque no se trata solamente de decirle a Dios una frase amorosa que nos mueva a devoción; una oración tan perfecta y tan sólida como el Padrenuestro no podía tener un fundamento tan inconsistente como es la devoción sensible. Fundar la oración sobre la devoción sensible sería construir una casa sobre arena. El fundamento de la oración no es, ni puede ser, la devoción sensible, sino la roca inconmovible de la fe. Una fe que está por encima de toda experiencia, incluso de la experiencia religiosa.
Por tanto, el problema no está en sentir o no sentir devoción, sino en creer, que Dios es nuestro Padre independientemente de nuestro estado psicológico o afectivo. Al decir Padre nuestro, no estamos diciendo una frase bonita sino una verdad de fe, que constituye el fundamento de nuestra oración.
Dios es nuestro Padre lo mismo cuando nos acaricia, que cuando nos castiga; lo mismo cuando nos inunda de ternura, que cuando nos oculta su rostro, y es precisamente en lo momentos más tenebrosos de nuestra alma cuando la palabra Padre debe adquirir su sentido más profundo, luminoso y consolador.
Así nos lo enseñó Jesús cuando en el huerto de Getsemaní, sintiendo que su alma estaba triste hasta la muerte, comenzó su oración diciendo: "PADRE, si es posible que pase de mí este cáliz, pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú". (Mt. 26,39). Con lo cual nos dio a entender que precisamente en los momento de mayor sequedad es cuando debemos avivar nuestra fe en la paternidad de Dios. Esta fe es la que nos llena de intrépida confianza en Dios, hasta el punto de decir como Job: "Aunque me mate esperaré en El" (Job. 13,15).
La fe en nuestra filiación divina tiene necesariamente que desembocar en la confianza, si es que creemos de verdad que Dios es nuestro Padre.
Al decir Padre nuestro, no solo expresamos la confianza que tenemos en Dios, sino también el gran motivo y fundamento de nuestra confianza, porque "¿quién de vosotros si su hijo le pide pan le dará una piedra? Y si un pez, ¿le dará una serpiente?. O si le pide un huevo, ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas ¿cuanto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lc. 11,11-13).
Si por lo menos confiáramos en Dios como confiamos en nuestro padre terreno... pero nuestra fe es tan débil, que confiamos más en nuestro padre terreno que en nuestro Padre celestial. Lo cual no podemos hacerlo sin ofender a Dios, puesto que Él nos ha dado tantos motivos de confianza, que no podemos desconfiar de Él sin ofenderle. El hecho de que tengamos más confianza en nuestro padre que en Dios, significa, que confiamos más en la bondad de nuestro padre que en la infinita bondad de Dios. Aún más, significa que, al menos inconscientemente, creemos, que nuestro padre nos quiere más que Dios. Significa, en una palabra, que confesamos a Dios con la boca pero no con el corazón. Por otra parte, este modo de creer en Dios es la negación del mismo Dios, ya que es imposible creer en el Dios cristiano sin confiar en El, porque, ¿cómo es posible creer en un Dios que no sólo es bueno, sino que es la Bondad misma; no sólo misericordioso, sino la misma Misericordia; no sólo bello, sino la misma Belleza; que no sólo nos ama, sino que es el mismo Amor, y a pesar de todo no confiar en El? El que no tiene puesta su confianza en Dios es que no cree en Dios, por más que él diga que cree. En todo caso creerá en el dios que se ha formado en su imaginación, el cual dista tanto del verdadero Dios de la fe, que más que creer en Dios, cree en un ídolo.
Pero además desconfiar de Dios es dudar de su palabra, poner en duda su veracidad, puesto que El mismo ha sido quien nos ha dado los motivos de nuestra confianza.
La confianza en Dios que nace de la fe en nuestra filiación divina, es el fundamento de la oración y la primera disposición necesario para hacerla como Cristo nos enseña; y nos enseña que debemos llamarle Padre, que es la máxima expresión de confianza que podemos dirigirle a Dios.
Por otra parte, esta confianza le da a nuestra oración una solidez y firmeza increíbles, como dice el Espíritu Santo por medio de David: "Los que confían en el Señor son como el monte Sión, no tiembla, está asentado para siempre" (Sal. 124,1).
Al mismo tiempo atrae sobre nosotros la mirada de Dios, porque "no aprecia el vigor de los caballos, no estima las fuerzas del hombre, el Señor aprecia a sus fieles que confían en su misericordia" (Sal. 146,10-11).
El episodio de la mujer cananea es en este sentido aleccionador, porque Jesús respondió a su petición llamándola perra, pero como ella reforzó su confianza y perseveró en la oración, Jesús la transformó de perra en mujer de gran fe, como dice San Agustín; de modo que mereció la alabanza de Jesús: "¡Oh mujer, grande es tu fe!" Y sigue diciendo S. Agustín que la fe nos impulsa a la oración y la oración aumenta nuestra fe, de modo que "creemos para orar y oramos para creer". Si decae la fe, decae la oración; si dejamos la oración, decae la fe.
Naturalmente que esta confianza nos llena de esperanza, sobre todo al considerar el amor que este Padre nos tiene: "Pues si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados" (Rom. 5,10) ¿Qué será ahora que somos sus hijos"?
"PADRE NUESTRO...
Hasta ahora nos hemos fijado en el significado de la palabra "PADRE"; ahora pasamos a considerar el significado de "NUESTRO", es decir: no solamente mío, sino de todos los hombres, porque todos somos hermanos. Esta dimensión horizontal de la oración es fundamental, si no queremos caer en el egoísmo tan contrario al mandamiento del amor predicado por Cristo. Por tanto nuestra oración tiene que tener siempre un sentido comunitario. Si amamos al prójimo como a nosotros mismos, tenemos que preocuparnos de su salvación, como si se tratara de la nuestra y lo mismo podemos decir de todos sus problemas, ninguno de ellos pueda traernos sin cuidado, "pues el que no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?" (1Jn.4,20).
Pero además, la preocupación por el prójimo aumenta de importancia si consideramos que Cristo nos mandó amarnos como Él nos amó: "Un mandamiento nuevo os doy que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn. 15,12). Y Él nos amó hasta el extremo de dar la vida por nosotros e incluso por sus enemigos, por eso en la oración tenemos que acordarnos no sólo de nosotros y de nuestros amigos, sino incluso de nuestros enemigos.
"QUE ESTAS EN EL CIELO..."
Pero también en el cielo de nuestra alma por la gracia, pues "Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada" (Jn. 14,23).
La Santísima Trinidad habita en nuestra alma por la gracia. Tan cerca está nuestro Padre que podemos hablarle al oído, por eso dice San Agustín: "No quieras ir fuera, quédate dentro, en el interior del hombre está la verdad" (Confesiones).
En mi opinión, la mejor forma de orar, es buscando a Dios en el interior de nuestra alma. ¿Para qué buscarlo fuera, si lo tenemos dentro? Si nos empeñamos en buscarlo por fuera corremos el riesgo de que nos ocurra como al que busca su sombrero por todas partes y no lo encuentra porque lo lleva puesto. "El Reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo" (Mt.13,14), y este campo es nuestra alma en gracia pues como dijo Cristo: "El Reino de los cielos dentro de vosotros está" (Mt 13,44).