P R O L O G O

Estimado lector: No sé si estarás convencido de lo que es capaz de conseguir la oración, pero por si tienes alguna duda aquí están las palabras de Cristo que no dejan lugar a dudas: "En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí hará las obras que yo hago y las hará aún mayores, porque yo voy al Padre, y todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidierais en mi nombre yo lo haré" (Jn. 14,12-14). No puede decirse nada más grande sobre la oración ni por nadie más autorizado.

"El que cree en mí hará las obras que yo hago".

La fe es la primera condición necesaria para la oración, pero esta virtud la damos todos por supuesta sin darnos cuenta de lo mucho que nos falta para conseguirla, porque la fe que Cristo nos pide es una fe sin titubeos: "Todo cuanto pidáis en la oración creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis" (Mc. 11,24). Como dice el Apóstol Santiago: "El hombre que duda se parece a una ola agitada por el viento, no espere ese tal conseguir nada de Dios (Sant. 1,6-7). Por tanto no podemos acercarnos a la oración con la actitud del que echa una quiniela o compra lotería, a ver si hay suertecilla y le toca. Es necesaria una confianza total, de modo que estemos convencidos de que Cristo nos va a conceder lo que le pedimos. Una confianza como la de María en las bodas de Caná, que a pesar de que Cristo le dijo: "Aún no ha llegado mi hora"(Jn. 2,4) ella siguió tan convencida como antes de que le iba a conceder el milagro. Cuando un alma le pide a Cristo con esta confianza le hace tan suave violencia, que no puede negarse a concederle lo que le pide, como El mismo reveló a una santa. Con razón dice San Bernardo que recibimos los beneficios de Dios según la confianza que tenemos de recibirlos.

Cuando Cristo dice: "Todo lo que pidáis al padre en mi nombre yo lo haré se refiere a todos los bienes que nos convienen para nuestra salvación, ya que el nombre de Jesús significa Salvador, como comenta S. Agustín. Por tanto Cristo se compromete a darnos todos los bienes espirituales, que le pidamos y todos los bienes materiales, que no perjudiquen a nuestra salvación y santificación. Si Cristo nos niega algo es por nuestra falta de fe, o porque no nos conviene para nuestra salvación y santificación. En el primer caso pretende aumentar nuestra fe, haciéndonos ver lo mucho que nos falta para conseguirla; en el segundo caso, pretende evitar nuestra condenación o al menos conseguir nuestra santificación. De aquí que la oración no sea una fórmula mágica, para someter a Dios a nuestra voluntad y ponerlo al servicio de nuestros caprichos, sino un medio para progresar en el conocimiento y amor de Dios, un medio para conseguir nuestra salvación y la del prójimo, y en definitiva un medio para realizar las mismas obras que Cristo, ya que todas ellas estuvieron encaminadas a la salvación de las almas.

La oración debe tener como fin principal conseguir bienes espirituales, pero nosotros nos empeñamos en conseguir bienes materiales, lo cual es una falta de fe tan garrafal que hace ineficaz nuestra oración, ya que la eficacia de la oración depende de la fe con que la hacemos, pero la fe no sólo supone una gran confianza en Dios, sino también una valoración de las cosas según Dios que nos hace colocar los bienes espirituales muy por encima de los materiales. Pero desgraciadamente los bienes espirituales son los que menos apreciamos y como consecuencia los que menos pedimos, por lo que nos ocurre, que no conseguimos ni los espirituales, porque no los pedimos o los pedimos con poca fe, ni los materiales, porque no nos convienen. Así nos ocurre como al pueblo de Nazaret, del que dice el Evangelio, que "no hizo allí Jesús muchos milagros a causa de su incredulidad" (Mt.13,58). ¿Quién se acuerda de pedirle a Cristo que aumente su fe, su esperanza o su caridad? ¿Quién se acuerda de pedir por las almas, que están en pecado mortal? Y sin embargo este es el camino para que Cristo nos conceda incluso los bienes materiales que le pidamos, como El mismo nos dijo: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura" (Mt. 6,33).

Por eso debemos decirle a Cristo como los apóstoles: "SEÑOR, AUMENTA NUESTRA FE" (Lc.17,5).

Aunque no sepas orar no te preocupes, tampoco yo sé. "porque no sabemos qué orar, según conviene, pero el Espíritu intercede él mismo por nosotros con gemidos inefables" (Rom. 8,26).

Ya ves que hasta S. Pablo confiesa su ignorancia. ¿Quién se atreverá a presumir de saber orar? Por más que progresemos en la oración, nunca sabremos orar, según conviene, si el Espíritu no viene en ayuda de nuestra flaqueza" (Rom. 8,26)

Por eso la primera petición que debemos dirigirle a Cristo es la misma que le hicieron los apóstoles: "Señor, enséñanos a orar" (Lc. 11,16). Nadie puede considerarse maestro, porque tenemos un solo preceptor: Cristo. El nos instruye interiormente mediante su Espíritu, sin ruido de palabras, en la soledad y en el silencio. Por eso nos escribo estas líneas como maestro, sino como discípulo, que desde hace algunos años asiste a sus clases, y puedo asegurarte que nunca he aprendido tanto en tan poco tiempo. El es el mejor profesor y el mejor libro, que existe porque "en El están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col. 2,3).

S. Pablo no presumía de conocer otro libro: "pues nunca entre vosotros me precié de saber otra cosa que Jesucristo, y Este crucificado" (1 Cor. 2,2).

Cristo crucificado es el libro abierto en el que podemos estudiar la más sublime de las ciencias: la ciencia del amor. Pero para enseñárnosla, Cristo nos pone una condición: que reconozcamos nuestra ignorancia, por eso, si alguno cree ser sabio, hágase necio para llegar a ser sabio, porque como dice San Agustín, no nos dijo Jesús, que aprendiéramos de El a crear mundos ni a hacer milagros, sino a ser mansos y humildes de corazón. Por tanto nunca debemos cansarnos de repetirle: "enséñanos a orar", pues "SIN EL NADA PODEMOS HACER"(Jn. 15,5).